Ya he comentado algo aquí sobre esta maravillosa montaña asturiana tan cerca de la costa, al igual que la ya más oriental sierra de Cuera. Probablemente uno de los lugares donde más llueve de la península. Unas montañas calizas como casi todas las sierras o macizos aislados que se interponen entre la cordillera cantábrica y el mar, como la sierra de Cuera, el macizo del Sueve, el de Peñamayor o la sierra de Arana, ya más al suroeste.
Estas sierras tienen unas peculiares características físicas, pues se trata de macizos calizos con enormes lapiaces; delineando en sus cimas, más o menos planas, una trama tipo “huevera”, con decenas de dolinas separadas por rocosas paredes escarpadas; con una altísima pluviometría dentro de un ambiente general, ya de por sí oceánico. Se trata de ambientes ideales para la instalación de especies exigentes hídricamente y que se encuentran en fuerte retroceso en toda Europa. No solo es el caso del tejo, incluso aquí en el Sueve, subsiste el hayedo a menor altura de España.
Las altas cotas de humedad que envuelven estas montañas, aumentada en valles, fondos de dolinas o manantiales, hace que hablemos de localidades excepcionales respecto a la existencia de especies de grandes requerimientos hídricos, las más dependientes de condiciones permanentes de una alta humedad, como pueda ser el caso, no solo de especies vegetales superiores, sino más aún de briófitos (musgos y hepáticas) y pteridófitos (helechos), que tienen aquí, probablemente, la mayor biodiversidad peninsular.
Hace ya mucho que oí hablar de la tejeda del Sueve, que muy probablemente sea la mayor concentración de tejos de toda Europa; siendo el tejo uno de los árboles más antiguos, escasos y venerados de todo el mundo. Un árbol mágico que preside gran cantidad de cementerios asturianos y norteños, un árbol bajo el que se solían reunir los consejos o juntas vecinales a dirimir las cuestiones decisivas de los pueblos.
Un árbol en retroceso, bien por el valor de su madera, incluso conocí el caso de una pista de saca tras un incendio que se hizo ex profeso para sacar el tronco de un enorme tejo, bien por el maltrato habitual de jefes de obra sin miramientos o, últimamente, por el calentamiento climático que está diezmando los últimos tejos de nuestras montañas más cálidas. Aquí en Asturias, a pesar de lo anterior, pueden estar sus mayores efectivos, incluso con paisanos que han dedicado media vida, desinteresadamente, a su cuidado y propagación, como el inolvidable Amable, al que se le plantó toda una pequeña tejeda como homenaje póstumo.
Me propuse recorrer esta tejeda partiendo desde los 40m, casi de nivel marino en Loroñe, hasta los 1160m del pico Pienzu o Sueve, cima situada a poco menos de 5 km de las orillas del Cantábrico. Pero ojalá que la única dificultad de la subida hubiera sido el desnivel, la verdadera dificultad es buscarse la vida en medio del monte, en particular, en medio de este monte, pues los caminos que creía haber encontrado en mapas, webs u ortoimágenes tipo Google Maps, dejaron de existir al poco tiempo de iniciada la subida, a partir de ahí, intuición y mucho trabajo, casi que demasiado trabajo. Hacía tiempo que no lo pasaba tan mal por ese lado, pero lo cierto es que, a pesar de ello, el disfrute de esta magnífica montaña, fue total.
El camino en el que confiaba, llegó a una alta pared y desapareció en una cueva que tenía luz al otro lado, era una mina de calcita, a juzgar por la cantidad de pequeños y grandes cubos de calcita que abundaban por el suelo; al otro lado de la cueva, lo que parecía ser el fondo de una profundísima dolina o una profunda grieta de esa fachada de la montaña, con todo un lateral abierto al exterior.
Me vi en el fondo de un barranco de paredes verticales que, poco más adelante, se continuaba en otra vertical caída. Ahí terminó ese camino y luego vino el buscarse la vida, primero subiendo por los vallejos que usualmente acababan en dolinas, que tenía que volver a remontar al otro lado. Así que me pasé a un cordal lateral, con una roca de cortante lapiaz calizo muy difícil de andar, pero algo mejor que andar entre los tojos de la ladera. Así, hasta que me introduje en el bosque, cuya sombra o cuyos pequeños pastos interiores, me permitían andar más desahogado.
Ahí empezaron a aparecer los tejos, incluso algunas dispersas hayas y bastantes fresnos que este año aparecían muy defoliados, supongo que por los fríos a destiempo a finales de primavera e inicios de verano. Según iba subiendo, la tejeda se iba espesando, pasando inicialmente, de ejemplares dispersos, a bosquetes dispersos, a veces casi unidos, tapizando laderas de una manera bastante compacta, aunque nunca sin llegar a formar un bosque cerrado. A pesar de llevar bastantes días sin llover, el barro abundaba por todas partes, incluso algunos fondos de dolinas tenían charcones en su fondo.
Los tejos abundan más en las malas superficies de lapiaz, que aquí aparece con todas sus grietas cubiertas de un buen suelo de arcillas de descalcificación. Los terrenos menos pedregosos son praderas de hierba o bosquetes de acebo-espineles (majuelos)-avellanos. El terreno, aunque sigue siendo de cuestas muy empinadas, es muy variado con subidas y bajadas a dolinas poco profundas. Veo algún ejemplar enorme, que da la impresión inicial de coníferas tipo cedro. Los troncos de estos ejemplares aparecen como musculados en haces de vasos coalescentes para dar un gran tronco de tonalidades cárdenas. Caigo en que realmente, todavía no he visto ningún brinzal, ningún ejemplar inmaduro, no veo regeneración a pesar de tantos ejemplares.
Cada vez que paso un umbral hacia un nuevo vallejo o a una amplia dolina, oigo los ruidos y las sombras fugaces de animales que huyen de mí. Más adelante ya los veo más tranquilamente, se trata de gamos. Muy monos con sus lomos moteados, pero me parece que estos son los responsables de que no vea ningún tejo infantil o juvenil.
En algún abrupto lugar me he encontrado con bebederos de buen tamaño y eso me recuerda la polémica entre conservacionistas y cazadores en esta montaña, donde, obviamente, son los cazadores los consentidos de esta administración autonómica del paraíso natural. Gamos, ciervos, corzos o jabalíes, puedes meter donde quieras y en la cantidad que quieras, pero la mayor tejeda de Europa, nunca se podrá conseguir, por mucho que se intente. Esto es un verdadero tesoro que hay que mantener, conservar, preservar o ampliar y mejorar, si es que se puede.
Hace poco leí que cómo es que se había consentido meter bebederos en la tejeda, porque lo que realmente hacía falta, era sacar a las especies cinegéticas de la tejeda, que también compiten por esos recursos con el ganado doméstico. Esta montaña, esta tejeda, el hayedo de la Biescona son cosas únicas que no nos podemos permitir el lujo de dilapidar, de olvidar o minusvalorar, son joyas biológicas, son tesoros vivientes y como tal se deben cuidar. Los animales son muy querenciosos, muy apegados a ciertos lugares. Si los abrevaderos se hubiesen situado a buena distancia de la tejeda, probablemente comprobaríamos en pocos años que sí que se puede autoregenerar la tejeda y los bosques que más interese conservar. Por otra parte, está la terrible acción del fuego, que en estas empinadas laderas, siempre es muy difícil de atacar y que, como por desgracia hemos visto varias veces, cada vez aparecen en temporadas bien alejadas del verano que es cuando están operativos los planes contra incendios.
Voy llegando a la parte alta, ya empiezan a escasear los tejos, pero se aprecia mejor la tejeda desde arriba. Va apareciendo ganado en más abundancia, incluso también más gamos. Las vacas asturianas, caballos de varios tipos, y también, los famosos asturcones del Sueve. El caballo semisalvaje asturiano; unos caballos más oscuros y menores que los demás, más adaptados a esa retorcida orografía y mejor diseñados para andar por esos bosquetes de ramas bajas. Veo varias manadas que no parecen querer juntarse con los otros caballos.
Desde arriba, que ya va quedando poco para la cima, se va abriendo el paisaje de “huevera”, de colmena; tengo que rodear varias dolinas y alguna, bajarla y subirla, hasta que llego al terreno más fácil de andar, de la pirámide culminal del Pienzu.
Allí, finalmente, veo a un montón de semejantes, de personas que no había visto en todo el día hasta este momento. El anticiclónico día de verano, deja una especie de calima que enturbia un poco el enorme paisaje que se despliega en todas direcciones, apareciendo toda la cantábrica o gran parte de ella, con los blanco-grisáceos Picos de Europa destacando hacia el sureste, y al norte, la increíble cercanía de las llamativas playas en las que me veo en unas horas refrescándome para limpiarme de estos copiosos sudores.
Me sigo admirando de la pléyade de dolinas, incluso alguna con lagunilla en su interior, que se ven desde aquí. Que ganas de recorrerlas, de llegar hasta el extremo suroeste de estas montañas y conocer la mayor parte de estos rincones, pero no va a poder ser. Hace muchísimos años, ya no me acuerdo por dónde, subí con una vespa hasta esta montaña, en una tarde de niebla. Me pude dar varios paseos, con mucho miedo de no despistarme entre tanta dolina y cuerdas, todas parecidas, con sus acebos unidos a los espineles, todos parecidos. Al final, calado por la “borrina” me fui de vuelta con la moto.
No deja de llamarme la atención la visión (tan aérea) de este tramo de litoral asturiano que rompe con la falsa y clásica disyuntiva aquella de: mar o montaña; aquí ambas van de la mano, incluso se pueden ver los rociones, el aire cargado de gotitas o neblina marina, internarse faldas arriba de los montes pegados a la costa. Lástima que todos esos montes estén tan saturados de eucaliptales, no sé hasta qué punto son rentables; lástima de debacle de los miles de prados, para heno de vacas lecheras que se comió Europa. Hoy es el turismo rural el dinamizador de estos pueblines que viven una explosión más agostera que veraniega; la construcción y la especulación se va viendo año a año, enseñoreándose de estas zonas costeras y no tan costeras. Cuidado con la gallina de los huevos de oro.