Acaba de terminar la temporada de
incendios, al menos la de los grandes incendios, pues a inicios y mediados de
otoño, hay veranillos en los que altos incendios menores,
pero más numerosos, suelen estar presentes, por no hablar de los incendios
invernales, cada año más frecuentes, producidos por periodos secos y calurosos
que facilitan la propagación de incendios naturales o provocados, aprovechando
la ausencia de medios de extinción.
Ha sido una temporada de incendios
alarmantemente dura, un verdadero botón de muestra del inmediato futuro que nos espera. No es que haya habido muchos incendios, respecto a la media,
lo que ha ocurrido es que ha habido varios, tremendamente dañinos e
incontrolables, que son los que me han llevado a escribir estas líneas.
Uno de ellos, el de Ávila (ya hay que
hablar de provincias más que de municipios), me ha afectado especialmente, pues
es una tierra que conozco, quiero y envidio, a pesar de todo. No voy mucho por
allí, pero he sido testigo y parte actuante de varios de ellos que
han aparecido en este blog, y esta vez también me pilló por allí, pero a distancia, pues el tener que salvar la barrera
del puerto de Mijares para llegar hasta allí y volver con todo el cansancio de
vuelta, me hizo desistir.
A pesar de la distancia, desde mi otro
lado de la sierra, se pudo sentir la potencia del incendio, el primer día
no, el segundo día ilusamente esperanzado y el tercero en un tétrico ambiente de humo y pavesas. Absurdamente esperanzado el segundo porque en medio del puerto empezó asomar una gran y brillante coliflor nubosa que iba creciendo y que me hizo pensar que con la previsión
meteorológica de desarrollo convectivo, podría desencadenar una
tormenta que acabase con el incendio. Pero esa
ilusión se fue al traste en cuanto creció más la nube y mostró que su
base era una gran columna de humo negro. Al parecer tiene nombre: pirocúmulo, una nube de tormenta generada por la elevación del aire caliente del
incendio, lo que a menudo puede generar un cumulonimbo y con suerte, lluvia. Pero no fue el caso y la imagen era parecida a la
dramática y goyesca pintura de El Coloso o El Pánico, gigante sustituido por
ese dramático y vertical nubarrón.
El otro gran incendio nacional fue el de
Sierra Bermeja, una sierra malagueña sobre unos especiales materiales
geológicos, las peridotitas, rocas ultrabásicas sobre las que crecen especies
endémicas adaptadas a esas duras condiciones químicas y que habrán sufrido un
duro revés con este fuego. Caso parecido al incendio
abulense (con una alta incompetencia inicial a la hora de atacar el fuego y un enorme despliegue de medios cuando el desastre ya
estaba en su apogeo), pero con un relieve aún más escabroso que el de Ávila,
aunque aquí, sí que contamos con la intervención divina, al desencadenarse las
lluvias que acabaron finalmente con el fuego y el sufrimiento de quienes
llevaban casi una semana sufriendo de cerca el desastre.
En los medios de comunicación triunfó el
palabro de moda este verano, el de incendio de sexta generación. Habría que definir primero qué son las cinco precedentes para ver qué es lo que cambia de una a otra generación
y explicar los motivos para saltar de ordinal. Por lo visto se trata de
incendios en los que se alcanzan unas temperaturas que impiden el trabajo del
personal de extinción en la inmediatez de las llamas y no solo eso, sino que
son capaces de incidir en la meteorología comarcal para formar nubes
pirogénicas y mutando a fuegos incontrolables; nada nuevo, además he visto llover bajo pirocúmulos provocados por incendios pequeños, pero el palabro ha caído en gracia.
Como cada verano, tras cada incendio
mediático, la polémica está servida. Un incendio siempre supone un fracaso, aún
de producirse por causas naturales, y ¿Quién carga con ese fracaso? Lo fetén es
que no cargue nadie con el marrón, echar balones fuera, echar la culpa a
incendios de sexta generación cuando estábamos preparados, pero solo hasta la quinta generación, y acudir a los lugares comunes de siempre, que si los
incendios se apagan en invierno, que si hemos tenido una primavera lluviosa y
había mucha broza en el monte, que si no tenemos presupuesto suficiente, que si
el cambio climático y la pertinaz sequía, que si los pirómanos y
últimamente, que si la España Vaciada.
Sin que dejen de tener participación
alguno o todos los motivos anteriores, vamos a ver si puedo arrojar algo de
luz sobre un tema tan manido y argumentado, pero que casi siempre nos sobrepasa, y
digo "nos", porque este sí que es un tema que nos atañe a todos, cuyas
consecuencias vamos a padecer todos y, según las predicciones, más vale que nos
coja confesados, es decir, preparados, con unas autoridades ya previamente
informadas, formadas y dispuestas para enfrentarse de verdad a lo que se nos viene encima.
Primero hay que reconocer el valor que tiene el monte, y digo monte en lugar de bosque, porque el monte no tiene porqué ser un bosque, puede ser una arbusteda, un pastizal o una mezcla de diferentes especies, formaciones vegetales o áreas sin vida aparente. El monte es una comunidad, un ecosistema o mezcla de diferentes ecosistemas, y nunca, repito, nunca, tiene necesariamente que ser más valioso un bosque que un pastizal, es más, muy a menudo un bosque no es sino una monótona plantación de árboles con una escasa biodiversidad.
Por otra parte, ya de entrada, tener
claro que el gasto en la extinción de incendios es tan importante en su cuantía, como imprescindible. Para nada se
trata de un negocio, puede tratarse de un buen negocio a la larga, negocio no
reconocido y no monetizado. Hay que huir de los enfoques economicistas, muchas
de las variables que más cuentan a la hora de cuidar un monte, no tienen cabida
en presupuestos de tipo económico. El bienestar del planeta, la moderación de
los extremos térmicos, el buen funcionamiento del ciclo del agua, la calidad
del aire, la capa fértil del suelo, la biodiversidad y otras variables, no
tienen un definido respaldo contable que les avale. Es un buen negocio a
pérdidas, es un negocio a futuro porque se trata de mantener la perspectiva
sobre un futuro común digno.
Es una carrera de fondo, nada que ver con
el cortoplacismo electoral de los cuatro años. Se trata de un compromiso con la
ciudadanía, como si fuese el mantenimiento de tuberías, vías de comunicación o
el del mismo estado, algo que, y no creo exagerar, debería estar reflejado en
la Constitución, unido al derecho a un medio ambiente sano y digno, como un
deber de mejora o, al menos, de mantenimiento, basado en una efectiva política contra el
fuego reflejada en un verdadero Pacto de Estado. Pero lleva ya muchos años tratándose este tema como una ingrata y poco
rentable tarea que hay torear, que se asume a regañadientes, porque no queda otra.
La situación es acuciante,
ya venía mal de antiguo, pero hemos visto sobradamente, tanto en Ávila como
en Málaga, que irremisiblemente nos quedamos sin monte y este año no ha sido especialmente duro en
cuanto a olas de calor, incluso julio y septiembre han sido suaves, pero la
conjunción de olas de calor y fuegos devastadores, va a ser una constante, y
además creciente, año a año. El caso de este verano es paradigmático de lo que
nos espera, si no despabilamos o hacemos despabilar a los que tienen las
herramientas para mitigarlo. De poco sirve repoblar, concienciar, valorar la
biodiversidad, si dejamos que esta enorme riqueza que tenemos se nos vaya de
las manos. Hay que actuar ya, “en invierno” para apretar las tuercas, alarmar
ahora que podemos anticiparnos y no luego, a toro pasado y bosque perdido.
A nivel administrativo y logístico, la política de extinción de incendios es un trabajo poco definido y muy variable entre las distintas administraciones (local, autonómica y central) que suelen acabar “a chorchos” entre ellas, otra estupenda excusa para echar balones fuera. Por esto es muy necesaria la existencia de un organigrama y unas directrices generales de desempeño y responsabilidades en caso de incendio, entre las diferentes administraciones, amén de planes de acción sobre el terreno adaptados a los distintos montes y al ámbito municipal, relativamente fácil desde que existen los Sistemas de Información Geográfica, pudiendo meter variables tales como la topografía, los puntos de agua, accesos, la respuesta del fuego según los vientos, etc.
Por eso y por no existir unas claras
directrices de desempeño o de organización laboral clara, se tienen inestables
plantillas bajo mínimos y muy precarizadas. A estas alturas aún no se ha acometido una seria
política laboral para crear cuerpos especializados de personal fijo, con una
formación continua y una mínima perspectiva de futuro en esa carrera
profesional, algo muy demandado por unos trabajadores eventualizados de mala
manera que siempre ponen mucho más de lo que se les exige de su cuenta y
riesgo, echando voluntariamente más horas o acortando los descansos para volver
a rematar unos fuegos que se toman como una cuestión personal más que laboral.
Algunos han visto su oportunidad de negocio y con un pie en la administración y haciendo de bisagra en la puerta giratoria, han ido metiendo el otro pie en lo privado, creando empresas de carácter público-privado, siempre mejor dotadas y aprovechándose de profesionales y presupuestos públicos, crear su empresa. En algunas comunidades por esto hay un doblete funcional, estando a la orden del día los conflictos dentro de una misma Consejería, lo que no ayuda pues desdobla presupuestos y crea un mal ambiente entre gente obligada a colaborar a pesar de los contrastes salariales entre idénticos trabajos, creando además, por esta indefinición, un lamentable vacío y conflicto de responsabilidades.
Los diferentes rangos institucionales
de las administraciones tampoco ayuda, siendo muy normal el caso
de comunidades autónomas que se creen sobradas para hacerse cargo de extinciones o reacias a reconocer
que se necesita toda la ayuda “externa” posible, hasta que la triste realidad
viene a quitarles la razón. La administración local tampoco pone mucho de su
parte, a veces los ayuntamientos ejercen de caciques, al tener la potestad de
elegir el personal para los retenes, dependiendo la selección de cómo sean las relaciones
personales o los gustos políticos de los candidatos; lo contrario de
lo que debería ser una política activa de fijación de población con trabajo
remunerado en el medio rural. Incluso hay alcaldes que ven en el fuego una
forma de “monetizar” un monte que parece no ser demasiado rentable en verde y
que en negro, tras el fuego, esperan frotándose las manos, la lluvia de euros en ayudas paliativas que deberán
administrar y repartir sin demasiado control externo.
Otro tema sin resolver es el de la gestión del voluntariado, brillando por su total ausencia, donde el personal en un fuego se va acoplando donde buenamente ve que puede ayudar pero, finalmente, son efectivos sin gestionar, sin buscarles la mejor manera de colaborar. Hay varias comunidades que directamente no permiten el voluntariado, cuando en la mayoría de los casos son gente animosa o que ve peligrar sus recursos, gente que va a dar más que si les pagasen; tanto como en mi primer fuego, poco antes de los dieciocho, en los que tuve y quise ceder la paga que daban, a la viuda de un hombre que murió apagando ese fuego.
Está de moda la intervención y ayuda de la Unidad Militar de Emergencia, bienvenida sea toda ayuda, pero eso es un parche que viene a señalar la ineficiencia de la intervención de quien debería apagar los incendios. Me parece dotar de algún sentido el gasto militar, aplicándolo a mejorar o solucionar problemas del ámbito civil y no hay por qué no usar esta herramienta, pero no es la solución y si de verdad funciona, es algo a copiar o multiplicar, lo que vuelve a apuntar lo endeble de las estructuras organizativas a la hora de apagar los incendios.
La primera hora es fundamental, o los sucesivos momentos en que hay que tomar decisiones rápidas, momentos como el salto de un fuego a una masa potencialmente incontrolable o a lugares de alto valor ecológico. Esto debe estar ensayado, al igual que los simulacros de incendio en colegios, y cronometrar la respuesta de autoridades hasta la llegada operativa al terreno. Es crucial, vital esa respuesta y primeras actuaciones y no veo que nadie lo recalque o que se analice como merece.
Es triste y me gustaría que no fuese verdad, (me confirman hace poco que es un bulo) pero en demasiadas bocas y diferentes pueblos de Ávila he oído de la negligencia, que el incendio se originó por el incendio de un coche cuyo conductor inmediatamente llamó a emergencias para comunicar que el fuego acababa de saltar al monte y que al poco acudieron de la cercana base del puerto del Pico, pero como vieron que el fuego estaba en la carretera, dijeron que le correspondía a los de tráfico y se dieron la vuelta, cuando volvieron por segunda vez, ya se había desbocado el fuego y acabó con 22.000 has de naturaleza en muy buen estado. Igual he visto saltar el fuego a la sierra del Cabezo en Gavilanes, por ausencia e inoperancia de las autoridades en abordarlo, la gente suelta a su ser, yendo de un lado para otro sin ton ni son, luego llegaron los camiones, pero el fuego ya había sobrepasado el lugar donde podía haber sido fácilmente controlado.
Otro tema es el de las responsabilidades tras un desastre,
todavía no he visto ningún caso en que se juzgue o ponga en tela de juicio, mediático por lo menos, la dejadez, tardanza, negligencia o
irresponsabilidades de las autoridades competentes. De tantos incendios
como hay y tan importantes, parece que en todos se ha actuado debidamente.
No hay auditorías, ni análisis de los fuegos, aunque solo sea para aplicarlo al próximo, y que se sepa en qué se ha fallado o qué se
podría mejorar.
Hay quienes pretenden convertir el monte en un suelo limpio, solo con los esbeltos fustes arbóreos libres de arbustos y hierbajos, incluso como decía Aznar, que en España hay demasiado monte. Pero como he dicho antes, el monte es la suma de todas sus capas, desde la geología, los suelos, los líquenes y musgos, los pastos, el tomillar, el matorral, los árboles y su fauna, mayor, menor o microscópica. Todos tienen derecho a la vida y todos están relacionados como en una cadena que todo lo sostiene y fomenta, dotándolo de esa cosa tan compleja que llamamos vida. No se pueden hacer limpias a matarrasa, ni siquiera en los cortafuegos, que sí que pueden y deberían estar arbolados, siempre de árboles dispersos y con sus primeras ramas altas. Igualmente bordes de carreteras, lomas operativas y otros puntos de interés, lo suficientemente clareados como para poder atacar un fuego o hacer contrafuegos, pero ante todo, respeto por el monte, un monte cargado de pistas y cortafuegos es más una fábrica de árboles que una fuente de vida natural.
Habría que plantear en esta Europa tan
atlántica este problema de la Europa mediterránea, para bien o para mal, por un
lado para una ayuda técnica a todos los niveles, desde satélites de vigilancia
a modo del proyecto Copernicus, pero enfocado hacia el fuego o bien, para
multar, para pagar, como debería pagar todo el mundo, por esas enormes
cantidades de CO2 lanzadas a la atmósfera. Hablando de la Europa atlántica, hay que destacar que el lugar de España donde hay más fuegos y firme candidata a zona
desertizada, es la Galicia interior donde todo el año es un mundo atlántico,
menos el verano que es un mundo claramente mediterráneo, probablemente en las
próximas décadas los grandes incendios, sean más terribles en el norte que en
el resto de la península y hay que estar preparados.
El tema es más que complejo, podemos hablar de la España Vaciada y del abandono rural que contribuye, mucho más de lo que parece a una pérdida de calidad natural y a una fragilidad mayor que en un campo más habitado, de la contribución de las malas gestiones forestales a estos fuegos, afortunadamente más reconducida en los últimos años; del desapego de la población respecto de un monte del que no se sienten parte; del papel de la segunda residencia; de la propiedad privada; de los vallados y de que cuando el monte se quema, algo suyo se quema señor Conde o de una industria contra incendios que se alimenta de esos mismos fuegos. Pero no ha lugar, cada tema daría para horas de digresiones como esta que hago aquí hoy, en la que por favor, vuelvo a insistir, nos jugamos demasiado cada verano como para exigir y llamar la atención sobre este acuciante problema que, recurrentemente, salta a primera línea con el calor, para recurrentemente, ser olvidado con las primeras lluvias. Salgamos del bucle y pongámonos todos a trabajar, nuestro monte está en verdadero peligro, su futuro está en nuestras manos y si no lo vemos, es que ya está perdido.